SAN AGUSTIN

¿Cómo aprender Humildad? ¡Sólo con humillaciones!
(Beata Teresa de Calcuta)

...Llenaos primero vosotros mismos; sólo así podréis dar a los demás. (San Agustín)

Dios no pretende de mí que tenga éxito. Sólo me exige que le sea fiel.
(Beata Teresa de Calcuta)

GOTA

... lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara esa gota.
(Beata Teresa de Calcuta)

Contento, Señor, Contento (San Alberto Hurtado)

...y ESO ES LA SANTIDAD, DEJAR QUE EL SEÑOR ESCRIBA NUESTRA HISTORIA... (Papa Francisco)

«No ser, no querer ser; pisotear el yo, enterrarlo si posible fuera...».
(Santa Ángela de la Cruz)

Reconoce cristiano, tu dignidad, que el Hijo de Dios se vino del Cielo, por salvar tu alma. (San León Magno)

viernes, 23 de septiembre de 2016

SAN PIO DE PIETRELCINA

San Pío de Pietrelcina y su Rosario, siempre con él



Piedras del edificio eterno
San Pío de Pietrelcina, presbítero
(Edición 1994: II, 87-90, n. 8)
Mediante asiduos golpes de cincel salutífero y cuidadoso despojo, 
el divino Artífice busca preparar piedras para construir un edificio eterno, 
como nuestra madre, la santa Iglesia Católica, llena de ternura, 
canta en el himno del oficio de la dedicación de una iglesia. 
Y así es en verdad.
Toda alma destinada a la gloria eterna puede ser considerada una 
piedra constituida para levantar un edificio eterno. Al constructor 
que busca erigir una edificación le conviene ante todo pulir lo mejor 
posible las piedras que va a utilizar en la construcción. 
Lo consigue con el martillo y el cincel. Del mismo modo el Padre celeste 
actúa con las almas elegidas que, desde toda la eternidad, con suma 
sabiduría y providencia, han sido destinadas para la erección de un 
edificio eterno.
El alma, si quiere reinar con Cristo en la gloria eterna, ha de ser 
pulida con golpes de martillo y cincel, que el Artífice divino usa para 
preparar las piedras, es decir, las almas elegidas. ¿Cuáles son estos 
golpes de martillo y cincel? Hermana mía, las oscuridades, 
los miedos, las tentaciones, las tristezas del espíritu y los miedos 
espirituales, que tienen un cierto olor a enfermedad, y las molestias 
del cuerpo.
Dad gracias a la infinita piedad del Padre eterno que, de esta manera, 
conduce vuestra alma a la salvación. ¿Por qué no gloriarse 
de estas circunstancias benévolas del mejor de todos los padres? 
Abrid el corazón al médico celeste de las almas y, llenos de 
confianza, entregaros a sus santísimos brazos: como a los elegidos, 
os conduce a seguir de cerca a Jesús en el monte Calvario. 
Con alegría y emoción observo cómo actúa la gracia en vosotros.
No olvidéis que el Señor ha dispuesto todas las cosas que arrastran 
vuestras almas. No tengáis miedo a precipitaros en el mal o en la 
afrenta de Dios. Que os baste saber que en toda vuestra vida nunca 
habéis ofendido al Señor que, por el contrario, ha sido honrado más y 
más.
Si este benevolentísimo Esposo de vuestra alma se oculta, lo hace no 
porque quiera vengarse de vuestra maldad, tal como pensáis, sino porque 
pone a prueba todavía más vuestra fidelidad y constancia y, además, 
os cura de algunas enfermedades que no son consideradas tales por 
los ojos carnales, es decir, aquellas enfermedades y culpas de las 
que ni siquiera el justo está inmune. En efecto, dice la Escritura: 
«Siete veces cae el justo» (Pr 24, 16).
Creedme que, si no os viera tan afligidos, me alegraría menos, 
porque entendería que el Señor os quiere dar menos piedras 
preciosas... Expulsad, como tentaciones, las dudas que os asaltan... 
Expulsad también las dudas que afectan a vuestra forma de vida, 
es decir, que no escucháis los llamamientos divinos y que os resistís 
a las dulces invitaciones del Esposo. Todas esas cosas no proceden 
del buen espíritu sino del malo. Se trata de diabólicas artes que 
intentan apartaros de la perfección o, al menos, entorpecer el camino 
hacia ella. ¡No abatáis el ánimo!
Cuando Jesús se manifieste, dadle gracias; si se oculta, dadle gracias: 
todas las cosas son delicadezas de su amor. 
Os deseo que entreguéis el espíritu con Jesús en la cruz: 
«Todo está cumplido» (Jn 19, 30).
Oremos:

       Dios todopoderoso y eterno, que concediste a san Pío, presbítero, 
la gracia singular de participar en la cruz de tu Hijo, y 
por su ministerio renovaste las maravillas de tu misericordia, 
concédenos, por su intercesión, que, compartiendo los sufrimientos 
de Cristo, lleguemos felizmente a la gloria de la resurrección. 
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la 
unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.Amen

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