No
soportó que la muerte nos dominase, para que no pereciese lo que había sido
creado, con lo que hubiera resultado inútil la obra de su Padre al crear al
hombre.
De
la encarnación del Verbo
San Atanasio, obispo
(Sermón sobre la encarnación del Verbo, 8-9: PG 25,110-111)
(Sermón sobre la encarnación del Verbo, 8-9: PG 25,110-111)
El Verbo de Dios, incorpóreo, incorruptible e
inmaterial, vino a nuestro mundo, aunque tampoco antes se hallaba lejos, pues
nunca parte alguna del universo se hallaba vacía de él, sino que lo llenaba
todo en todas partes, ya que está junto a su Padre.
Pero él vino por su benignidad hacia nosotros, y en
cuanto se nos hizo visible. Tuvo piedad de nuestra raza y de nuestra debilidad
y, compadecido de nuestra corrupción, no soportó que la muerte nos dominase,
para que no pereciese lo que había sido creado, con lo que hubiera resultado
inútil la obra de su Padre al crear al hombre, y por esto tomó para si un
cuerpo como el nuestro, ya que no se contentó con habitar en un cuerpo ni
tampoco en hacerse simplemente visible. En efecto, si tan sólo hubiese
pretendido hacerse visible, hubiera podido ciertamente asumir un cuerpo más
excelente; pero él tomó nuestro mismo cuerpo.
En el seno de la Virgen, se construyó un templo, es
decir, su cuerpo, y lo hizo su propio instrumento, en el que había de darse a
conocer y habitar; de este modo habiendo tomado un cuerpo semejante al de
cualquiera de nosotros, ya que todos estaban sujetos a la corrupción de la
muerte, lo entregó a la muerte por todos, ofreciéndolo al Padre con un amor sin
límites; con ello, al morir en su persona todos los hombres, quedó sin vigor la
ley de la corrupción que afectaba a todos, ya que agotó toda la eficacia de la
muerte en el cuerpo del Señor, y así ya no le quedó fuerza alguna para ensañarse
con los demás hombres, semejantes a él; con ello, también hizo de nuevo
incorruptibles a los hombres, que habían caído en la corrupción, y los llamó de
muerte a vida, consumiendo totalmente en ellos la muerte, con el cuerpo que
había asumido y con el poder de su resurrección, del mismo modo que la paja es
consumida por el fuego.
Por esta razón, asumió un cuerpo mortal: para que este
cuerpo, unido al Verbo que está por encima de todo, satisficiera por todos la
deuda contraída con la muerte; para que, por el hecho de habitar el Verbo en
él, no sucumbiera a la corrupción; y, finalmente, para que, en adelante, por el
poder de la resurrección, se vieran ya todos libres de la corrupción.
De ahí que el cuerpo que él había tomado, al
entregarlo a la muerte como una hostia y víctima limpia de toda mancha, alejó
al momento la muerte de todos los hombres, a los que él se había asemejado, ya
que se ofreció en lugar de ellos.
De este modo, el Verbo de Dios, superior a todo lo que
existe, ofreciendo en sacrificio su cuerpo, templo e instrumento de su
divinidad, pagó con su muerte la deuda que habíamos contraído, y, así, el Hijo
de Dios, inmune a la corrupción, por la promesa de la resurrección, hizo
partícipes de esta misma inmunidad a todos los hombres, con los que se había
hecho una misma cosa por su cuerpo semejante al de ellos.
Es verdad, pues, que la corrupción de la muerte no
tiene ya poder alguno sobre los hombres, gracias al Verbo, que habita entre
ellos por su encarnación.
Oremos:
Dios todopoderoso y eterno, que hiciste de tu obispo san Atanasio un preclaro defensor de la divinidad de tu Hijo, concédenos, en tu bondad, que, fortalecidos con su doctrina y protección, te conozcamos y te amemos cada vez más plenamente. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
Dios todopoderoso y eterno, que hiciste de tu obispo san Atanasio un preclaro defensor de la divinidad de tu Hijo, concédenos, en tu bondad, que, fortalecidos con su doctrina y protección, te conozcamos y te amemos cada vez más plenamente. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
Amén.
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