La
Iglesia, madre amantísima de todos
San Juan XXIII, papa
San Juan XXIII, papa
De
los «Discursos» de san Juan XXIII, papa (Solemne apertura del Concilio
Ecuménico Vaticano II, 11 de octubre de 1962: AAS 54 [1962] 786-787. 792-793)
La Iglesia se alegra hoy porque, gracias al don
especial de Dios, ha llegado el día tan deseado. En él, bajo la protección de
la Virgen, Madre de Dios, cuya fiesta de la Maternidad divina hoy celebramos,
aquí junto al sepulcro de San Pedro, se inaugura solemnemente el Concilio
Ecuménico Vaticano II.
Los problemas e interrogantes planteados al género
humano apenas han cambiado después de casi veinte siglos. Jesucristo ocupa
siempre el centro de la vida y de la historia. Si los hombres se adhieren a él
y a su Iglesia, gozan así de los bienes de la luz, de la bondad, del orden y de
la paz. Por el contrario, si vienen sin él u obran contra él y permanecen
voluntariamente fuera de la Iglesia, entonces reina entre ellos la confusión,
se endurecen las relaciones humanas y amenaza el peligro de sangrientas
guerras.
Al comienzo del Concilio ecuménico Vaticano II queda
claro como nunca que la verdad del Señor permanece para siempre. Vemos
ciertamente, al pasar los siglos, que las inseguras opiniones de los hombres se
excluyen unas a otras y que los errores, apenas surgidos, se desvanecen a
menudo enseguida como una niebla expulsada por el sol.
La Iglesia se opuso siempre a estos errores y a menudo
incluso los condenó con gran severidad. En nuestro tiempo, la Iglesia de Cristo
prefiere emplear la medicina de la misericordia y o empuñar las armas de la
severidad. Ella cree que, en vez de condenar, hay que responder a las
necesidades actuales explicando mejor la fuerza de su doctrina. No es que hoy
falten doctrinas y opiniones falsas y peligros que hay que prevenir y apartar.
Sin embargo, todo esto está muy claramente contra los rectos principios de la
honradez y ha producido frutos muy funestos. Por eso parece que los hombres de
hoy comienzan ellos mismos a condenar, sobre todo, aquellas formas de vida que
no tienen en cuenta a Dios y sus leyes, la excesiva confianza en los progresos
de la técnica o un progreso basado únicamente en el bienestar. Cada vez se
reconoce más que la dignidad de la persona humana y su adecuado perfeccionamiento
es algo muy valioso, pero difícil de lograr. Lo más importante es que
finalmente se ha aprendido por experiencia que la violencia externa impuesta a
los demás, la fuerza de las armas y el poder político no son capaces de
resolver los graves problemas que angustian a los hombres.
En esta situación, la Iglesia católica, al levantar la
antorcha de la verdad religiosa mediante este Concilio ecuménico, quiere
mostrarse madre amantísima de todos, llena de bondad y de paciencia, movida
también de misericordia y de compasión para con los hijos separados de ella. A
la humanidad, sumergida en tantas dificultades, le dice lo que un día Pedro al
paralítico que le pedía limosna: No tengo oro ni plata, pero te doy lo que
tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda. A los hombres de
nuestro tiempo la Iglesia no les da riquezas perecederas ni les promete una
felicidad simplemente terrena. Les reparte, sin embargo, los bienes de la
gracia sobrenatural, que, al elevarlos a la dignidad de hijos de Dios, sirven
de defensa y ayuda para hacer su vida más humana. Les abre las fuentes de su
rica doctrina, con la cual los hombres, iluminados con la luz de Cristo, son
capaces de comprender a fondo lo que verdaderamente son, su excelsa dignidad y
el fin que deben buscar. Finalmente, la Iglesia, por medio de sus hijos,
ensancha en todas las partes las dimensiones de la caridad cristiana, que es lo
más adecuado para arrancar las semillas de las disensiones y lo más eficaz para
impulsar la concordia, la paz justa y la unidad fraterna de todos.
R/. Dijo Jesús a Simón: «Tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.» «Y el poder del infierno no la
derrotará.»
V/. Dios la ha fundado para siempre.
R/. «Y
el poder del infierno no la derrotará.»
Final
Oremos:
Dios todopoderoso y eterno, que en san Juan, papa, has hecho resplandecer ante el mundo la imagen viva de Cristo, Buen Pastor, concédenos, por su intercesión, manifestar con gozo la plenitud de la caridad cristiana. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
Amén.
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