La solemnidad litúrgica de Cristo Rey
Algunas reflexiones al hilo de esta celebración anual que cierra el calendario litúrgico.
La solemnidad de Cristo Rey tiene su origen hace no demasiado tiempo (no llega al siglo, que en la Iglesia es decir nada), y sin embargo ¡cuánto ha ocurrido desde 1925, en que Pío XI la instituyó!, y nosotros. No sólo cuánto ha ocurrido en la historia, sino cuánto nos ha ocurrido, cuánto ha ocurrido en la Iglesia, que hoy nos es un poco difícil recrear el clima espiritual, e incluso aproximarnos al lenguaje con el que fue promulgada esta fiesta.
La Iglesia organiza un mundo
Con la Revolución Francesa el mundo había dado un giro decisivo; difícil de valorar desde el punto de vista religioso (y hemos de agradecer que en los últimos años se nos hayan recordado tantos mártires de la fe en ese sangrientos período), pero en todo caso decisivo: la faz del mundo cambió, comenzó a despuntar el ideal de laicicidad del estado como algo valioso en sí. Casi ni hace falta recordar que la Iglesia no quiso saber de eso nada. Vivir para ver que 200 años más tarde un Papa pronuncie la frase «laicicidad positiva» hablando nada menos que con el Presidente de la República Francesa (visita de SS Benedicto XVI a la la República Francesa, 2008). Sin embargo para llegar a esto, que ocurrió sólo recientemente (y que algunos cristianos están aun intentando digerir), la Iglesia pasó por una «vía dolorosa», en parte porque Cristo no nos prometió paraíso sino cruz, pero en parte también porque de alguna manera la Iglesia se había, sin querer, «acomodado al mundo». Y no se entienda esta frase en un sentido moralista: acomodarse al mundo no es siempre «hacer cosas malas»; muchas veces «acomodarse al mundo» es hacer lo que el mundo y su «buen sentido» esperan de nosotros. Hace muchos siglos un mundo de civilización, la civilización pagana, se derrumbó (posiblemente la imagen de la implosión sea la más adecuada para entender la caída del mundo pagano); lo cierto es que la Iglesia fue convocada (por la presión misma de la historia, por las enormes necesidades, por su capacidad de movilizar las mejores fuerzas interiores del hombre, por esto y por aquello) a reinventar un nuevo orden mundial, el nuevo orden que cristalizó en la civilización cristiana, occidental, europea.
Sólo alguien muy obtuso e ignorante puede negar la eficacia o la legitimidad de ese orden. Incluso desde un punto de vista «laico» (utilizando la palabra en su sentido político más vulgar), no puede dejar de reconocerse que la Iglesia tenía todo el derecho de organizar el mundo en torno como mejor le pareciera, y si se quiere responsabilizarla de lo malo, habrá que hacerlo de lo extremadamente bueno de la civilización que llegó a los pies de la modernidad. Pero aquí es donde pasa a tener importancia la expresión «la Iglesia se acomodó al mundo»... esa tarea de «organizar un mundo», con todo lo importante que fue, no es el cometido fundamental de la Iglesia, no la creó Cristo para eso, aunque haya sido de lo más útil y bueno para todos que alguien lo hiciera, y que ese alguien fuera justamente la Iglesia. pasados tantos siglos, la propia Iglesia llegó a convencerse que no podría subsistir sin toda esa estructura de mundo que ella había creado, y en el que se apoyaba, esas «serenísimas majestades», esos «cristianísimos reinos», esa Francia, que llegó a ser llamada «hija predilecta de la Iglesia». nadie quita lo hermoso que puede ser todo eso, y lo verdadero que fue en algunos momentos de la historia. Pero no era el cometido de la Iglesia. Y como empezó, acabó, casi de un día para el otro.
Una Iglesia perpleja
La enseñanza de la Iglesia en torno a las cuestiones políticas y sociales dio gigantescos pasos a lo largo de los siglos XIX y XX, y si hoy podemos hablar de una «Doctrina social de la Iglesia» es gracias a esos pasos. Pero no podemos omitir que esos pasos se dieron a la vez con gran perplejidad por todo lo que estaba ocurriendo en el mundo, por esa gran mutación que fue verse la Iglesia arrancada de cuajo del lugar que ella misma había logrado construir y que ahora -¡paradójicamente al desarrollar principios tan cristianos como los de «fraternidad», «igualdad», etc.!- la excluían. Muchos en la Iglesia vieron que no había tal paradoja, que todo esto era algo que el propio Dios de la historia estaba haciendo: la Iglesia había creado un mundo, pero su Dios, al recrearlo, la obligaba a ella a volver hacia una nueva fidelidad a la promesa; este mundo no es ni puede ser la casa de la Iglesia, la seguridad de la Iglesia. Muchos veían eso, pero sin embargo no era la «doctrina corriente», Más bien la doctrina corriente era el anatema contra el mundo: nada de lo que pudiera hacer un mundo que se construía al margen de la Iglesia podía estar bien.
Leamos cómo comienza la encíclica «Quas primas», del 11 de diciembre de 1925, por la que SS Pío XI instituye la Solemnidad de Cristo Rey:
«En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico [encíclica 'Ubi arcano'], analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano.
Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.»
Sólo por evaluar la diferencia de perspectiva y de tono, leamos el comienzo de la encíclica del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo actual:
«Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia.»
Por supuesto, no pretendo compararlas, ni mucho menos oponerlas: están a 50 años una de otra, y no se hubiera llegado a la «Gaudium et Spes» sin pasar por la perplejidad que supuso el mundo que rodeaba a la «Quas primas». Es, desde luego, la misma Iglesia la que produjo una y otra encíclica, pero sin embargo ha sido ella, no el mundo sino ella, la que ha tenido que hacer un esfuerzo «ascético y profético» (para usar una expresión de Pablo VI) para volver a encontrar el lugar del imperio de Cristo en la historia, y el lugar de la promesa de ese imperio. La «Quas primas» reclama al mundo un cambio: si el mundo quiere verdaderamente progresar, que resplandezca en ella la paz verdadera, debe volver a dejar que sea Cristo el que gobierne de manera visible, directa, el mundo. La «Gaudium et Spes» acepta que el mundo puede no ser un lugar de paz y dicha; que el mundo es lo que el mundo hace de sí mismo, y que la tarea de la Iglesia no es evaluar eso, ni mucho menos dirigir ese proceso, sino acompañar a los hombres, acercarles la guía del Espíritu, no al mundo... a los hombres, a cada hombre, en especial a los que más sufren. Porque eso es todo lo que podemos hacer, y eso es todo lo que tenemos para hacer.
La paradoja de «Cristo Rey»
La fiesta de Cristo Rey, que hoy corona el año litúrgico, fue explícitamente instituida como «juicio del mundo»: «Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo, con sus errores y abominables intentos...» (Quas primas, 23). Debía celebrarse cada año el último domingo de octubre, para quedar simbólicamente ligada a la celebración -de sentido muy escatológico- de Todos los Santos (QP, 30). Con la reforma del calendario litúrgico la fiesta cambió de lugar, pero también se desplazó y maduró su sentido: vino a colocarse como corona del año litúrgico, y su referencia es enteramente escatológica: habla del Imperio de Cristo en la historia, pero no de un Imperio ejercido al modo de «los reyes de este mundo», sino ejercido por la atracción hacia la finalidad última que domina misteriosamente cada momento de lo que ocurre en la historia de los hombres.
El Imperio de Cristo se ejerce, paradójicamente, no desde un trono mundano sino desde la Cruz: «mirarán al que traspasaron». Todos los textos de la liturgia de hoy hacen referencia a ese reinado desde la cruz, e incluso los textos de la semana, que van preparando la fiesta, y los de la semana que sigue a la fiesta (la última del año litúrgico) hacen también referencia a ese lugar de Imperio que Cristo ejerce por atracción, no por dominio: «cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí.»
Una invitación a leer el signo
En muchos ambientes eclesiásticos «progresistas» (para usar un término impreciso pero ya consagrado) no se ve esta fiesta con buenos ojos, se la juzga «manchada» por su origen vindicativo y «cesaropapista». Ese origen es innegable, y no debe ocultarse (lo acabamos de leer en los pocos párrafos que cité de la encíclica) que la Iglesia se hizo una insana ilusión de recuperar un lugar en la historia que ella sentía que no había sido circunstancial, sino que realmente le pertenecía. Sin embargo la fiesta trasciende esas ilusiones comprensiblemente humanas, y también un poco mundanas. La fiesta consigue ponernos frente a textos que siempre serán una exigencia dirigida a nosotros, a cada uno, de transformar la historia, sin esperar de ella nada a cambio. En definitiva, que Cristo es Rey no lo inventó Pío XI, ni lo dedujo oscuramente de ninguna mundanidad, lo leyó, y muy bien leído, en el propio evangelio.
Por contra, en muchos ambientes eclesiásticos «conservadores» (para usar también un término muy impreciso pero ya consagrado) cuando llega Cristo Rey se refriegan las manos: es la oportunidad que brinda cada año de «demostrar» que todo eso de la «laicicidad», y el «diálogo con el mundo», etc, etc, etc, no es más que pasteleo; a la hora de lo que importa, la Iglesia sigue creyendo en que su lugar está en los tronos, no en las cárceles. La verdad es que eso no es lo que demuestra la fiesta de Cristo Rey; si tiene sentido celebrarla es precisamente porque no demuestra eso. Demuestra más bien que ninguna forma humana de «imperium» -tampoco el que ocasionalmente le tocó ejercer a la Iglesia- puede ser tomado como punto de llegada, ninguno es más -en el mejor de los casos- que una evocación de un «Imperium» que sólo se ejerce por atracción y anticipos parciales, por asociarse a la cruz, y sólo a ella.
La bellísima celebración de Cristo Rey, como toda la liturgia, trasciende nuestras pobres perspectivas ideológicas; silenciosa como es la cruz, la liturgia se limita a poner sobre ella su letrero, «en escritura griega, latina y hebrea: ESTE ES EL REY DE LOS JUDIOS», e invitar a todos a leer el signo.
(TOMADO DEL TESTIGO FIEL 23.11.14)
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