Desde los primeros siglos, el cristianismo ha defendido la vida humana desde su concepción. En la Didajé, un breve escrito catequético del principios del siglo II, se dice: "No procurarás el aborto ni destruirás al recién nacido". En la Epístola de Bernabé (XIX, 5), también del siglo II, dice que el cristianismo repudia "matar al niño procurando el aborto, ni tampoco destruirlo después de nacer".
En la Carta a Diogneto (S. II) se dice que los cristianos “Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.”
La vida es un don de Dios, un bien que los seres humanos recibimos inmerecidamente. Como don de Dios, no podemos disponer de ella como se nos antoje. Hoy en día existen cristianos que ven el aborto como un mal menor que debe ser tolerado para no dañar la libertad individual de las personas. Estos cristianos olvidan que la vida de un ser indefenso no puede ser considerada como ofrenda a los dioses de la concordia y la tolerancia social.
La vida es un bien que puede ser defendido de muchas formas, entre ellas a través de los ordenamientos jurídicos, por ello se considera un derecho y se defiende, como tal, dentro de los sistemas judiciales y políticos. Aunque la reducción de un bien, a un derecho, conlleva ventajas de dinámica social y política, hay que estar atentos para no caer en la trampa reduccionista. Si consideramos la vida sólo como un derecho, este puede ser contrapuesto con otros de igual nivel o superior. Considerarlo un bien impide que sea negociado y gestionado, por los políticos de turno.
Los parlamentos nacionales de cada estado o país y por lo tanto, las votaciones son lo que fija una jerarquía de derechos u otra. Esta dinámica política nos induce a pensar que la negociación política es la única forma de defender la vida y no es así. Otras veces intentamos cambiar la sociedad con ruido social. Pensamos que si hacemos suficiente ruido, asustaremos a los políticos y cambiarán las leyes. Es posible que dé resultado, pero tampoco esta la única forma de actuar. Frecuentemente nos olvidamos de la parábola de la masa de trigo y la levadura. Levadura que transforma la sociedad, sin ruido social ni negociaciones políticas.
Pensemos en lo que la Carta a Diogneto nos señala. Los cristianos “Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña”.
El cristiano vive en una dimensión social y política diferente a la de los ciudadanos normales. Nos sentimos forasteros y por lo tanto, no nos vemos obligados a aceptar “derechos” que son inhumanos y atroces. No aceptamos el aborto como derecho, porque no lo puede ser. La vida la entendemos como un bien superior que no puede ser negociado o sometido a las economías sociales de cada momento. Hay que ser conscientes que los bienes son innegociables porque su ausencia conlleva siempre un mal social y humano.
Este 22 de noviembre se celebra una manifestación a favor de la vida en Madrid (España) No puedo dejar de invitar a participar a todas aquellas personas que se sientan cómodas en el activismo social. Pero a las personas que no se sientan cómodas haciendo ruido y creando miedo en los políticos de turno, hay que decirles que no se sientan como cristianos de segunda. Hay muchas formas de luchar por la vida y quizás la levadura sea la más eficiente de todas. Ahí está nuestro reto como cristianos.
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