Quienes anunciaron la verdad y fueron ministros de la
gracia divina; cuantos desde el comienzo hasta nosotros trataron de explicar en
sus respectivos tiempos la voluntad salvífica de Dios hacia nosotros, dicen que
nada hay tan querido ni tan estimado de Dios como el que los hombres, con una
verdadera penitencia, se conviertan a él.
Y para manifestarlo de una manera más propia de Dios
que todas las otras cosas, la Palabra divina de Dios Padre, el primero y único
reflejo insigne de la bondad infinita, sin que haya palabras que puedan
explicar su humillación y descenso hasta nuestra realidad, se dignó mediante su
encarnación convivir con nosotros; y llevó a cabo, padeció y habló todo aquello
que parecía conveniente para reconciliarnos con Dios Padre, a nosotros que
éramos sus enemigos; de forma que, extraños como éramos a la vida eterna, de
nuevo nos viéramos llamados a ella.
Pues no solo sanó nuestras enfermedades con la fuerza
de los milagros, sino que, habiendo aceptado las debilidades de nuestras
pasiones y el suplicio de la muerte -como si él mismo fuera culpable, siendo
así que se hallaba inmune de toda culpa-, nos liberó, mediante el pago de
nuestra deuda, de muchos y tremendos delitos, y en fin, nos aconsejó con
múltiples enseñanzas que nos hiciéramos semejantes a él, imitándole con una
calidad humana mejor dispuesta y una caridad más perfecta hacia los demás.
Por ello clamaba: No he venido a llamar a los
justos, sino a los pecadores a que se conviertan. Y también: No
tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Por ello añadió
aún que había venido a buscar la oveja que se había perdido, y que,
precisamente, había sido enviado a las ovejas que habían perecido de la casa de
Israel. Y, aunque no con tanta claridad, dio a entender lo mismo con la
parábola de la dracma perdida: que había venido para recuperar la imagen
empañada con la fealdad de los vicios. Y acaba: Os digo que habrá
alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta
Así también, alivió con vino, aceite y vendas al que
había caído en manos de ladrones y, desprovisto de toda vestidura, había sido
abandonado medio muerto a causa de los malos tratos; después de subirlo sobre
su cabalgadura, le dejó en el mesón para que le cuidaran; y después de haber
dejado lo que parecía suficiente para su cuidado, prometió dar a su vuelta lo
que hubiera quedado pendiente.
Consideró como padre excelente a aquel hombre que
esperaba el regreso de su hijo pródigo, al que abrazó porque volvía con
disposición de penitencia, y al que agasajó con amor paterno, sin pensar en
reprocharle nada de todo lo que antes había cometido.
Por la misma razón, después de haber encontrado la
ovejilla alejada de las cien ovejas divinas, que erraba por montes y collados,
no volvió a conducirla al redil con empujones y amenazas, ni de malas maneras,
sino que, lleno de misericordia, la devolvió al redil incólume y sobre sus
hombros.
Por ello dijo también: Venid a mí todos los
que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Y también: Cargad
con mi yugo; es decir, llama yugo a los mandamientos o
vida de acuerdo con el Evangelio, y llama carga a la
penitencia, que puede parecer a veces algo más pesado y molesto: Porque
mi yugo es llevadero -dice-, y mi carga ligera
Y de nuevo, al enseñarnos la justicia y la bondad
divina, manda y dice: Sed santos, perfectos, compasivos, como lo es
vuestro Padre. Y también: Perdonad, y seréis perdonados. Y: Tratad
a los demás como queréis que ellos os traten.
R/. Estaría acongojado, Señor, si no conociera
tu misericordia; tú has dicho: «No quiero la muerte del pecador, sino que
cambie de conducta y viva.» Tú que llamaste a conversión a la cananea y al
publicano.
V/. Cuando se multiplican mis preocupaciones,
tus consuelos son mi delicia.
R/. Tú
que llamaste a conversión a la cananea y al publicano.
Final
Oremos:
Señor, Dios nuestro, que concedes a los justos el premio de sus méritos, y a los pecadores que hacen penitencia les perdonas sus pecados, ten piedad de nosotros y danos, por la humilde confesión de nuestras culpas, tu paz y tu perdón. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
Amén.
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